¿Los trabajos de investigación y de divulgación de los riesgos que corre una población ante una eventual erupción volcánica tienen necesariamente que cuestionar y enfrentarse a las creencias locales y concepción mítica local son un obstáculo para que las poblaciones diseñen y pongan en marcha operativos de prevención y evacuación? Es posible que atavismos coloniales nos impidan ver lo que son diferencias de cosmovisión y nos impidan escuchar y entender lenguajes diferentes, quizá porque aceptar la diferencia cultural supone cuestionar la realidad social que sí es compartida.
Ceremonia de graniceros o tiemperos en el Izta Popo: las flores /Imagen: cortesía de Rafael García Otero
La geografía no es sólo un espacio natural que el hombre ocupa, sino también un ámbito que el hombre crea cuando la naturaleza ha sido fecundada por una cultura. Los pueblos campesinos que se han establecido en las faldas del volcán Popocatépetl han hecho de esta geografía un mundo en el que la relación con la naturaleza no se agota en las labores agrícolas y de pastoreo.
Ellos son los continuadores de una antiquísima tradición ritual en la que las fuerzas naturales son concebidas como habitáculos de seres sagrados. En la cosmovisión de estas comunidades, el mundo visible y tangible se piensa no únicamente como el lugar donde se despliega la experiencia práctica de los hombres, este mundo es también el vehículo a través del cual se manifiestan poderes y fuerzas invisibles e intangibles que forman una unidad con el mundo material.
Ocasionalmente estos poderes se revelan personificados bajo determinado aspecto, ya sea en sueños o en manifestaciones visibles y tangibles durante la vigilia. Con una antigüedad que la arqueología permite decir que es milenaria, los pueblos que han habitado las faldas de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl han realizado ceremonias de culto a los cerros y montañas, simultáneamente con rituales propiciatorios de las lluvias y la fertilidad adaptados a los ciclos agrícolas. En la actualidad estos ritos persisten obedeciendo a un calendario que año con año se cumple puntualmente, sin embargo, con la erupción de ceniza del Popocatépetl en diciembre de 1994, el calendario alteró sus fechas de procesiones al volcán debido a la necesidad de visitarlo para ofrendarle objetos que él mismo había solicitado en algunas de sus apariciones.
Ceremonia de graniceros o tiemperos en el Izta Popo: el agua /Imagen: cortesía de Rafael García Otero
A partir de entonces sucedieron varios hechos que deben ser motivo de reflexión para quienes se ocupan en las tareas de protección civil ante los desastres naturales. Desde el año de 1989 en que comencé a frecuentar la región, supe que el volcán ocasionalmente visitaba a los pueblos o sus alrededores bajo la forma de un anciano que vestía con extrema humildad. Cuando algún acomedido le ofrecía de comer o beber el viejo rechazaba la invitación diciendo: "mejor me lo han de llevar allá arriba", refiriéndose al adoratorio donde se depositan las ofrendas al Popocatépetl.
Las distintas versiones que escuché de esta historia coincidían en lo fundamental: el volcán no aceptaba obsequios "aquí abajo", sus necesidades eran distintas a las nuestras, eran de tipo ritual y en consecuencia sólo aceptaba dones consagrados como ofrenda "allá arriba".
Con la erupción del 21 de diciembre, la gente de los pueblos de Xalitzintla, San Nicolás, San Pedro, Ozolco y Nealtican, en el estado de Puebla, vivieron una experiencia sumamente desagradable. A media noche comenzaron a sonar repentinamente sirenas de la policía; con altavoces se urgía a las personas a salir de sus casas para que abordaran los camiones que se tenían dispuestos y abandonar lo más pronto posible el pueblo porque el volcán estaba a punto de explotar. Entre el llanto de los niños y la angustia de muchos adultos, varios miles de personas abandonaron sus casas y se dirigieron a los albergues improvisados en escuelas y otras instalaciones de Cholula, Huejotzingo y la ciudad de Puebla.
Ceremonia de graniceros o tiemperos en el Izta Popo: el agua /Imagen: cortesía de Rafael García Otero
No obstante el apoyo y la buena disposición de las dependencias oficiales y de la población civil, lo que los campesinos evacuados querían era volver a sus pueblos ante la evidencia, después de dos o tres días, de que nada grave había sucedido. En cambio, en los albergues evaluaban el daño que estaban sufriendo al haber abandonado sus pertenencias y principalmente a sus animales. Fue hasta el cuarto día que se permitió que los hombres entraran a los pueblos a dar de comer y beber a los animales; a los siete días regresó la gente de veinte comunidades, sin contar a los campesinos de Xalitzintla que debieron permanecer en los albergues más tiempo por considerar que corrían mayor riesgo.
Con el regreso de la gente se prepararon simulacros de evacuación como medida preventiva ante una urgencia; sin embargo, por lo que yo pude ver, la respuesta fue más cargada a la indiferencia que a la participación. Me parece que ello se debió, en parte, a que la idea fue diseñada sin consultar a las comunidades, es decir, sin atender a sus propuestas y sugerencias. Además, era muy reciente la amarga experiencia de una acción que fue más semejante a un desalojo que a una evacuación. No quisiera que se me malinterpretara: creo que la evacuación de diciembre tenía que realizarse porque no se sabía qué cosa podía suceder, aunque hubiera sido mucho mejor que los soldados y los policías fueran con las manos desocupadas para ayudar mejor a la población.
La imagen de un grupo uniformado y con armas atemoriza a cualquiera y conduce a la obediencia, pero no deben ser estas las condiciones en que se realicen, de ser necesarias, las próximas evacuaciones. Las cosas se hicieron de manera improvisada, con prisas, con nervios y con miedo, pero principalmente, y me parece importante subrayarlo, con buena voluntad por parte de todos, lo digo según la experiencia que me tocó vivir y los testimonios que escuché durante ocho días en los pueblos y en los albergues.
Pero ¿por qué, si las cosas no salieron tan mal, la gente se resistió a pensar siquiera en otra evacuación? Creo que el motivo principal de esta actitud colectiva es que se pensó en la evacuación de diciembre como un acto innecesario que acarreó daños a la economía familiar. Justo en este punto es donde comienzan las diferencias de apreciación entre la gente del campo y la de la ciudad. Lo que para nosotros fue una experiencia válida en términos de un "ensayo general de evacuación", y en ese sentido una experiencia útil, para los campesinos resultó algo innecesario, pues al final nada grave sucedió y en cambio muchos, al regresar a sus casas, encontraron muertas sus aves de corral o tuvieron que malbaratar animales flacos y enfermos, y no solo éso, fueron ellos, y no nosotros, quienes tuvieron que vivir el drama y la angustia en toda su intensidad.
Los habitantes del volcán y los tecnócatas racionales
Considerando la poca disposición mostrada por la gente en los ensayos de evacuación, lo que el sueño del tiempero nos muestra es la expresión de un deseo colectivo de no abandonar el pueblo sin motivos suficientes. Aquí se advierte también una diferencia radical en la apreciación del riesgo ante una eventual erupción del volcán; para muchos campesinos se trata de un asunto imprevisible de carácter trascendente: la voluntad de Nuestro Padre Eterno; en cambio, para los vulcanólogos, para las autoridades y mucha gente de la ciudad se trata de un asunto inmanente a la naturaleza cuya predicción es relativamente posible de lograr con un equipo técnico adecuado.
Las experiencias y las convicciones de unos resultan incomprensibles yabsurdas para los otros: la insensatez que un geólogo podría ver en los sueños del tiempero como método para evaluar la posibilidad de una explosión volcánica de alto riesgo, es proporcional a la que un tiempero atribuye a los aparatos con los que se pretende predecir y calcular el peligro de esta explosión. Es decir, lo que para uno, el geólogo, es mera fantasía cuando piensa en los sueños como revelación, para el otro, el tiempero, la técnica científica no es sino un juego pretencioso en el que se intenta inútilmente tomarle el pulso a Dios. La existencia de esta polaridad en la apreciación del riesgo volcánico, presenta un problema adicional al ya de por sí complejo problema de implementar un operativo de prevención y salvamento conjuntamente con la población.
Desde mi punto de vista, que es únicamente la opinión de alguien que fue testigo de algunos acontecimientos durante y después de la emanación de cenizas, existen dos cuestiones que no deberían pasar inadvertidas. Para referirme a la primera de ellas, voy a recordar las palabras que Roberto Weitlaner le dijo a Gordon Wasson hace muchos años, palabras que Wasson consideró como una regla de oro en su trato con sociedades culturalmente distintas a la suya; Weitlaner le dijo: "a los indios no se les debe tratar como si fueran nuestros iguales, hay que tratarlos como nuestros iguales".
Este trato igualitario, tan difícil en México, implica lo más elemental en una relación entre ciudadanos, es decir, atender las opiniones, necesidades y propuestas de indígenas y campesinos tanto como se desea que sean atendidas las propuestas institucionales. Hace un año anoté la declaración de un funcionario en una entrevista por radio durante los días en que se efectuaba la evacuación: "por tratarse de población rural -dijo- nos ha costado mucho trabajo hacerles entender que deben salvar sus vidas".
El etnocentrismo que expresa esta frase subestima en principio a la gente del campo, al grado de creerla incapaz de pensar y valorar su propia vida. Es evidente que por este camino no vamos a ningún lado que no sea el del sometimiento a una orden. Lo que hay detrás de esta frase es algo que en México nos negamos a reconocer, pero que en la práctica sucede todos los días y es el hecho de considerar a la población rural como ciudadanos de segunda.
La actitud que asume que los campesinos e indígenas viven apenas en el umbral de la razón, proviene de la época de las encomiendas coloniales y su único y desventajoso efecto ha sido propiciar el paternalismo como política gubernamental.
Si la primera cuestión se refiere a la necesidad de reconocer la igualdad, la segunda se relaciona con la necesidad de respetar las diferencias culturales, diferencias que de ningún modo implican la superioridad de la cultura urbana sobre la rural. Un buen trabajo de investigación y divulgación de los riesgos que corre la población ante una eventual erupción, no tiene por qué cuestionar ni enfrentarse con las creencias locales sobre las causas últimas que motivan esa erupción. La tradición religiosa y la concepción mitológica regional no deben ser un obstáculo para trabajar conjuntamente con la población rural en el diseño y la puesta en marcha de los operativos de prevención y evacuación.
El punto nodal para que esta acción conjunta tenga buen resultado consistirá en la determinación, lo más clara y precisa posible, del momento en que "de veras" exista la necesidad de abandonar la zona, de modo que las propias comunidades reaccionen como un organismo vivo ante lo que ellas mismas reconozcan como el momento decisivo. Ante estas circunstancias es de esperarse que desaparecerán las diferencias entre el sueño y el sismógrafo.
Este es un resumen del texto publicado por el antropólogo Julio Glockner Rossainz en la revista digital Desastres y Sociedad en 1996. Para leer el artículo completo, dar clic en la imagen