La única explosión del Popocatépetl provocada por el hombre sucedió en 1919. El relato de aquella aventura comercial fallida que buscaba explotar el azufre presente en su cráter es obra de Aurelio Fernández Fuentes, director del Cupreder, y se publicó en La Jornada de Oriente el 10 de abril del 2019. Publicamos los fragmentos iniciales de este texto que reflejan el interés multidisciplinar de la vulcanología en el Centro Para la Prevención de Desastres Regionales de la BUAP.
Los factores de explotación y saqueo de recursos naturales que amenazan, en varios frentes, el Parque Nacional Izta-Popo Zoquiapan han estado presentes desde los inicios de la colonia, pero el desarrollo industrial y poblacional detonado en sus alrededores solo ha acentuado esta tendencia cuyo capítulo menos conocido, y más demencial, sucedió en febrero de 1919:
Martha Anaya entrevista al director del Cupreder sobre la erupción de 1919
Más que transcribir las observaciones completas que el Dr. Atl, lo que aquí nos interesa es su relato de la erupción que iniciara en febrero de 1919, la cual, afirma, “adquiere una importancia de primer orden en la historia de la Geología, por ser el resultado directo de una acción puramente artificial: la apertura y conmoción de la chimenea central se debieron a una fuerte explosión de dinamita que provocó un verdadero sismo y la aparición de la actividad explosiva, paralizada durante milenios”. Cuenta que, antes de la erupción, él bajó “muchas veces al fondo de este gran pozo y pude explorarlo punto por punto sin encontrar el más leve rastro de un aparato volcánico moderno.
La explosión provocada del Popo
Hace cien años, en 1919, ocurrieron en México dos acontecimientos de enorme relevancia: el asesinato de Emiliano Zapata y el inicio de un importante periodo eruptivo del Popocatépetl. El uno, conmemorado y lamentado durante todo el siglo, sucedió el 10 de abril; el otro, prácticamente desconocido para el amplio público, se habría iniciado el 19 de febrero. Hay quienes juegan a relacionar hechos naturales de relevancia con sucesos históricos. No pertenezco a ese selecto club, aunque esta resulta ser una coincidencia, al menos, muy peculiar, pero es lícito imaginar que la erupción de 1919, o los fragmentos incandescentes de magma y las espectaculares columnas de vapores y ceniza expulsados por el volcán que fueran el preludio de la misión encomendada al general Guajardo: abrir fuego sobre Zapata y sus acompañantes en la hacienda de Chinameca, situada en las faldas largas del magnífico cono.
El Dr. Atl durante la excursión patrocinada por Excélsior al volcán Popocatépetl en 1921 / Imagen: E. Benítez
Licencias poéticas aparte, aquel año tuvo lugar un hecho que puede considerarse increíble. Con bases muy consistentes, descritas por testigos y analizadas por especialistas, se puede afirmar que el inicio de aquel periodo eruptivo del Popo se debió a la acción humana. En otras palabras, constituye la única erupción volcánica producida por el hombre.
La icónica estampa de Zapata mantiene su fama internacional y aún pervive el recuerdo de tierra y libertad y la tierra es de quien la trabaja, frases de factura rusa, campesina y ácrata, que arraigaron por méritos propios en la historia de la rebeldía mundial ligadas para siempre a Emiliano, el de Anenecuilco. Aquella erupción de 1919 se identifica, en cambio, con las narraciones, los ensayos, los cuentos y las pinturas de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, incomparable fanático de los volcanes y, muy especialmente, del Popocatépetl. Sinfonía de los volcanes, Cuentos bárbaros y de todos colores, y, sobre todo, La actividad del Popocatépetl, nos brindan datos naturales y poéticos sobre la prodigiosa elevación y sus manifestaciones físicas. No puedo omitir lo narrado en el primero de los textos citados, en especial cuando el autor describe unas esferas verdes con resplandores rojos que se estrellaban sobre los peñascos y a las que ofreció su cuerpo para sentir en su piel ese impacto extraordinario del magnetismo volcánico, cuyas manifestaciones sirven hoy en día para advertir a los científicos de la actividad magmática, o para ilustrar la presencia de ovnis saliendo del cráter, tal cual perciben Jaime Maussan y sus corresponsales.
Lo más peculiar del aquel episodio eruptivo, periodizado por algunos expertos entre la erupción de 1919 y los años 1928-29, ampliado por Murillo hasta 1938, es que su comienzo fue precedido, o detonado, por la explosión de 28 cartuchos de dinamita en la base del cráter, consecuencia de las órdenes de un capataz de talante modernizador, cuyo propósito era atesorar la mayor cantidad de azufre para su venta a gran escala. Este evento desató una larga serie de actividades propiamente eruptivas que comenzaron en cada una de las horadaciones creadas por los estallidos.
Azufre del volcán; quimera de conquistadores
En el origen de este episodio está el propósito de obtener el azufre localizado en la base cratérica, materia prima que llegó a venderse a un precio superior al procedente de otros lugares, gracias a su elevada calidad. Cuenta Gaspar Sánchez Ochoa que este elemento natural era extraído del interior del cráter y llevado a la hacienda de Tlamacas, donde se colocaba en “alambiques para la elaboración del ácido sulfúrico, por lo que es muy estimado en la química: y en cualquier mercado donde se presente tendrá siempre la preferencia. En el comercio de México es preferido al de Sicilia y en general al de toda Italia, valiendo siempre un peso más por quintal que el de cualquiera otra parte”.
La historia del uso de azufre procedente de este manantial data, al menos, de la primera expedición realizada por soldados de Hernán Cortés en 1521, con el propósito de obtener un componente esencial para la fabricación de la pólvora requerida para sus cañones y arcabuces, las bélicas herramientas que promovieron la Conquista de América. Bernal Díaz del Castillo, el más conocido de los cronistas, narra que “el volcán echaba mucho fuego y a un capitán de los nuestros, que se decía Diego de Ordás, tomole codicia de ir a ver qué cosa era, y demandó licencia a nuestro general para subir en él, la cual licencia le dio y aún de hecho se lo mandó; y llevó consigo dos de nuestros soldados y ciertos indios principales”.
Algunos historiadores han dicho que este soldado fue “el primer alpinista que subió al Popocatépetl”, pero ni era alpinista ni fue el primero. Julio Glockner nos recuerda que, según las Relaciones Originales de Chalco-Amaquemecan, hacia mediados del siglo XIII, cuando el cono volcánico aún recibía el nombre de Xaliquéhuac, o arenas que vuelan, un sabio tecuanipa de nombre Chalchihuitzin, o señor de la esmeralda, “se trepó arriba… buscando propiciar la lluvia, porque entonces el sol y la sequía habían cobrado fuerza y había hambre y necesidad”. Cierto es que aquellos chichimecas buscaban que lloviera sobre sus campos de cultivo y no anhelaban el codiciado azufre de los conquistadores.
Por su parte, y sin mencionar a Ordás, conocido también como Ordaz, narra Hernán Cortés a los reyes de España que “para el azufre, ya a vuestra majestad he hecho mención de una sierra que está en esta provincia, que sale mucho humo; y de allí, entrando un español setenta u ochenta brazas, atado a la boca abajo, se ha sacado con que hasta ahora nos habemos sostenido”. Otra versión de este hecho llegó, en fechas posteriores, a través de Francisco de Montano, el también citado Montaño, quien describe cómo la tropa de Cortés se quedó sin pólvora durante el asedio a Tenochtitlan. Sería este soldado quien habría descendido al fondo del cráter para obtener ocho arrobas de azufre, unos 90 kilos, con los que las tropas invasoras reabastecieron su potencia de fuego. Gerardo Murillo recupera en su libro los dichos de Cervantes de Salazar, narrador de este episodio dramático pues “la necesidad de pólvora crecía” y Cortés llamó a los soldados Montaño y Mesa para que hicieran “la proeza” de entrar al cráter y recolectar materia prima para elaborar el explosivo.
Ellos bajaron “cuatro costales de anejo aforrados en cuero de venado curtido en que trajesen el azufre”. Durante la ascensión se morían de frío, pero se encontraron por el camino “una piedra encendida del tamaño de una botija la que pareció enviraselas dios”, con la cual se calentaron un poco. Esto documenta claramente que el volcán se encontraba en una fase eruptiva, explosiva, y el milagro real fue que no murieran acribillados, aplastados o quemados por alguno de los proyectiles que, de vez en cuando, eran expulsados desde el cráter. “A hora de las diez del dia llegaron a lo alto del volcán desde lo alto de la boca del cual descubrieron el suelo que estaba ardiendo a manera de fuego natural, cosa bien espantosa de ver”, pero, a pesar de ello, Montaño entró siete veces y pudo extraer “cerca de ocho arrobas y media de azufre”. Llegó el momento en que decidieron no seguir bajando porque, dice Cervantes, "era cosa espantosa volver los ojos hacia abaxo, porque allende de la gran profundidad que desvanecía la cabeza, espantaba el fuego y la humareda que con piedras encendidas de rato en rato, aquel fuego infernal despedía, y con esto, al que entraba, para aumento de su temor le parecía que o los de arriba se habían de descuidar, o quebrarse la guindalesa, o caer del balso u otros sinestros casos que siempre trae consigo el demasiado temor". Este libro, cuenta el Dr. Atl, “es el documento escrito más antiguo y más verídico sobre la actividad fumarólica del Popocatépetl”. Los hecho habrían ocurrido en octubre de 1521.
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